JUSTICIA POETICA




Aunque con gran esfuerzo, como la mayoría de los miércoles, Antonia se dirigió al supermercado de su barrio. A la vuelta del trabajo, cansada y con un compromiso nocturno en puerta, sólo tenía ganas de llegar a casa, quitarse los zapatos y tomar un café que le permitiera relajarse. Pero como bien decía su padre, “la necesidad tiene cara de hereje”, y a ella, con el sueldo achicado a esa altura del mes, la posibilidad que le quedaba era la de aprovechar el beneficio del veinte por ciento al que accedía con su tarjeta de crédito.  

Apenas entró abrió la heladera pensando en evitar el trámite, pero un vacío imposible de llenar, la terminó de decidir. Casi con fastidio, caminó las tres cuadras que la separaban del local, arrastrando el changuito fashion.  A sus pocas ganas se sumaba esta vez, la bronca que le había producido una noticia reciente: un custodio de la misma cadena de supermercados, había provocado con sus golpes, la muerte de un anciano al que sorprendió llevándose algo de comida. 

Sin embargo, el decaído ánimo de Antonia cambió de inmediato al llegar a la puerta. Un cartel anunciaba que el descuento de ese día era del cincuenta por ciento, y a ella que no había tenido tiempo de informarse antes, le brotó una sonrisa. Dispuesta a llevar más de lo que tenía previsto,  agregó al carrito artículos cuya compra venía postergando: pilas, crema de limpieza, maquinitas de afeitar, chocolates. Contenta, hizo la fila para la caja, pero mientras esperaba, una punzada indefinible la alertó. “¿Y si no me alcanza?”, se dijo. Recordó que esa tarde había pagado la tarjeta de crédito, sólo diez minutos antes del cierre del banco. Como siempre, le entregó a la cajera tarjeta y documento y a medida que la fichaba, guardó la mercadería en el chango coqueto. Detrás, esperaban ansiosos muchos clientes atraídos por el descuento en cuestión. Lista para firmar e irse, Antonia escuchó las palabras temidas: “Fondos insuficientes”. Un bochorno. Los de la cola la miraban como si fuera una delincuente y ella apenas atinó a decir que no podía ser. Cuando llegó la supervisora se sintió como frente a un tribunal. A viva voz, la mujer le preguntó si no tenía otro medio de pago. En realidad sí, pero esa otra tarjeta no le ofrecía descuento alguno. 

 Mas que contrariada, casi furiosa y al mismo tiempo avergonzada y frustrada, Antonia anuló la compra y bajo la mirada de la encargada colocó el contenido del chango en un carro. Sacó todo o eso creyó. La mujer la apuraba y ella no pudo, o no se dio cuenta;  o quizás no quiso devolver la crema, las pilas y la maquinita de afeitar que había guardado en un bolsillo pequeño. Con una mezcla de vergüenza y furia por la situación y el tiempo perdido, se encaminó hacia la salida. Nunca pensó en custodios, ni en alarmas. Lo único que quería era volver rápido a su casa y superar el mal trago.Y en ese momento se produjo el milagro: nada sonó y nadie la detuvo. Ya en la calle le temblaron las piernas. Su última “travesura” dentro de un supermercado había sido en Maldonado, cerca de Punta del Este, cuando tenía veinte años y le costó un poco más cara. Apurada y mirando por encima del hombro enfiló en dirección opuesta a la de su casa para esconderse rápido en caso de que alguien se hubiera percatado. Se detuvo a respirar hondo a la vuelta de la esquina y una ambigua sensación de miedo, excitación y triunfo la invadió. Llamó a su hija desde el celular para contarle, porque aún no lo podía creer y, todavía temerosa de pasar  por la puerta del comercio, dio un rodeo. 

Al llegar a su casa,  aunque no tenía lo que esperaba para llenar la heladera, sacó feliz del bolsillo trasero las pilas, la crema, el chocolate y la depiladora. Y al abrir el bendito chango la esperaba otra sorpresa: un desodorante de ambientes se había salvado de la requisa. Ni Antonia ni los suyos encontraron aún una explicación lógica a lo ocurrido. ¿Justicia Poética?




















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